La partida de caza había salido hacía dos días, nunca antes habían ido tan al Norte a estas alturas del año, no es bueno quedarse en una tierra que alcanza los -50º durante casi 45 días al año, pero hostigados como estaban siendo por las tropas de Lord Fenworth, Señor de la Casa de Piedra, a la tribu no le quedó más remedio que huir hacia esa inhóspita región. Perdida su fuente de alimento, de vida, de sustento principal, perdida su manada de caballos y la mayor parte de sus jóvenes masacrados en desigual batalla, el helado Norte era su última vía de escape.
Los seis caminaban juntos, observando con atención el blanco paisaje que les rodeaba, acababan de ascender una loma y se adentraban entre un mar de peñascos, a poca distancia de otra montaña. Hasta ahora no habían tenido mucha suerte, apenas si habían capturado un par de pequeños roedores, lo suficiente para mantenerse ellos con vida. Llevaban rato caminando y Zahira que iba en cabeza alzando la mano dio la orden de detenerse, sus hermanos Rasenda y Ashmir se acercaron y al llegar a su altura el primero inquirió:
- ¿Qué sucede "Za"? - Como cariñosamente le llamaba - ¿Por qué nos detenemos?
- He sentido algo...
- ¿Quizá un trozo de hielo en tu bota? - se burló Ashmir.- Joder, en este puto lugar el maldito frío no te deja sentir otra cosa.
Zahira ni se molestó en mirarle, su hermano pequeño llevaba gruñendo desde que partieron así que era mejor no tener en cuenta sus palabras; pero el cosquilleo estaba ahí, algo no iba bien.
- ¡Ágadir! ¡Mälmo!, adelantaos un poco a ver si encontráis un lugar donde pasar la noche - Ordenó Zahira.
Aún seguía ensimismada en sus pensamientos cuando oyó el silbido de alarma de Ágadir en la distancia, los habían perdido de vista hace nada, se decía. Los cuatro iniciaron una desesperada carrera sobre la nieve hasta la roca por la que habían desaparecido de su vista, pero antes aún de alcanzar aquel punto ya les llegó el rugido ensordecedor de lo que parecía una gran bestia... Al doblar la roca se dieron de bruces con una escena dantesca. Sólo una pendiente de unos veinte metros les separaba de un colosal espécimen de oso de las nieves de tres metros y medio de altura; enfurecido agitaba en sus fauces lo que parecía ser el cuerpo sin vida del desgraciado Mälmo, Ágadir yacía a escasos metros sangrando profusamente por una herida abierta en la pierna izquierda, con la cara desencajada por el terror.
Ashmir y Rasenda se miraron, como buscándose mutuamente para desearse suerte y, sin dudarlo un instante más, armados con sus lanzas se abalanzaron sobre la furibunda bestia, Ethelmir cogió su arco y lo cargó, mientras Zahira se quedaba petrificada. Mil y una veces había cazado con estos hombres, mil y una veces había sabido lo que hacer, pero en esta ocasión el miedo natural que la invadía para luego dominar y convertirlo en valentía, se había tornado en pánico.
El plantígrado no se amilanó ante sus dos nuevos adversarios a los que encaró bramando con desaforada violencia y, a los que mantuvo a raya a base de poderosos zarpazos, hasta que sintió una punzada en el costado, Ethelmir había hecho blanco, su última diana. En lo que se tarda en coger aire, el animal salvó la distancia que lo separaba del arquero y se echó sobre él, hundiendo sus fauces en un pecho que destrozó segando la vida de aquel afamado cazador, sin ni siquiera permitirle un último alarido.
Zahira se encontraba ahora a escasos metros del monstruo y, parecía ser la siguiente. No tuvo tiempo apenas de reaccionar, el suficiente para interponer entre su cuerpo y la zarpa de su atacante el pequeño escudo de cuero que portaba. El impacto la tiró hacia atrás y rodó por la nevada pendiente hasta que se detuvo boca abajo, su brazo izquierdo sangraba abundantemente, de su escudo no quedaba ni el menor rastro; alargó su mano derecha para arrastrarse, para alejarse de una muerte segura, pero no tenía fuerzas. Algo le estalló en la punta de sus dedos, había tocado algo oculto bajo la nieve, un dolor lacerante le recorrió de punta a punta su cuerpo, pero se aferró a aquello, ya sentía el fétido aliento de la bestia resoplando en su nuca, no tendría más oportunidades. Se giró veloz y cuando ya sentía las fauces hundiéndose en su carne apuñaló el cuello del animal, una y otra vez con aquel objeto que le ardía en la mano.
Cuando sus hermanos llegaron en su auxilio todo había terminado. Zahira yacía aún en el suelo, jadeando por el esfuerzo, asiendo en su mano derecha lo que parecía ser... Un dorado hueso.